En la actualidad, las relaciones son desechables como platos plásticos. Después de que hemos comido, los tiramos a la basura.
Nosotros estamos acostumbrados a buscar comida en las otras personas. Que nos quiten el hambre (cualquiera que sea) y que nos guste el sabor. Y si en algún momento se acaba esa comida, pues el motivo o la razón de estar allí ya no está, así que procedemos a buscar otro “plato”.
Nuestros amigos se convierten entonces en platos desechables.
Cuando éramos niños, nuestros amigos eran nuestros compañeros de juego o de gustos. Quizás nuestros compañeros de mesa en el colegio, o simplemente aquellos cuyo semblante nos agradaba a la vista según nuestros intereses y nuestra perspectiva infantil.
Con el paso de los años, debido a ciertas experiencias dolorosas, fuimos aprendiendo que escoger amigos es una tarea más responsable, para no sufrir daños o perjuicios posteriores. Aprendimos a no confiar así de fácil. Esto sucede porque aprendimos, casi que instintivamente, que el relacionarnos con los otros se basaba en el recibir. Y cuando lo que recibíamos no era coherente con lo que dábamos o simplemente era muy dañino, como traiciones, mentiras, abusos, críticas o maltrato, entendíamos que no todos eran dignos de fiar. Que nuestro corazón era un bien muy preciado y delicado y debíamos protegerlo. Es en este período de la existencia cuando algunos cierran por completo su alma y sus emociones y no dejan pasar a nadie. Otros sencillamente son más perspicaces y astutos a la hora de escoger compañía.
Entonces, escogemos nuestros amigos, incluso escogemos pareja, pensando en las cualidades de esa persona, en aquello que nos gusta de ella, en lo que tiene de especial o diferente. Lo hacemos porque nos cae bien, tiene algo particular que otros no tienen y que complementa nuestra personalidad. Y cuando la relación va creciendo, lo que en un principio era gusto, se va convirtiendo en afecto y luego, poco a poco, en amor. Lastimosamente, puede ocurrir que luego de transcurrido un tiempo, los amigos y las parejas se distancian, se separan, aquello que los unía en un principio ya no es tan fuerte y las relaciones se “cortan”. Entonces, comenzamos nuestra nueva búsqueda de compañeros de vida, compañeros de metas, de goce o simplemente de rato. Y la historia vuelve a comenzar.
Pero esto puede ser diferente. Dios me ha enseñado que Él no comienza sus relaciones así. Cuando Dios comienza una relación, no lo hace buscando alguien que pueda ofrecerle algo, lo hace buscando alguien para darle algo. Sus relaciones inician, se mantienen y perduran en el dar, en el ofrecer. Y es en el darse y ofrecerse a sí mismo. Sí es cierto que hay quienes causan impacto en el corazón de Dios; pero no por esto Él se acerca más o menos a una persona. Dios no busca comida en las personas como si estas fueran platos, para después de saciarse botar el plato inservible. Dios busca a las personas, cuando se quiere relacionar con ellas, lleno Él de comida, ofreciéndoles todo lo que Él tiene para dar.
Desde que comencé a poner en práctica este principio en mi vida, he entendido que mis relaciones no perdurarán por la constancia “anímica” de mis amigos o de mi pareja; tampoco dependerán de su “fidelidad” o de su “sinceridad”. Dependerán de cuánto estoy dispuesta a dar yo, en términos de apoyo, franqueza, perdón y exhortación, guardando los límites de mi integridad y mi dignidad personal. En otras palabras, dependerán de mi esfuerzo por amarlos a pesar de, sin sobrepasar mi amor personal, sin que amarlos me haga daño. Jesús mostró esta clase de amor. Él no escogió a sus discípulos porque poseyeran algún atributo o pertenencia que le conviniera. Él escogió a sus discípulos pensando en las necesidades que ellos tenían y en aquello que Él podía darles. Jesús se rodeaba de gente inconveniente, publicanos, pecadores, prostitutas.
Pero algo sí era evidente: cuando esta misma gente se encontraba con Jesús, sus vidas eran transformadas, recibían algo que nadie antes les había ofrecido, algo tan poderoso que los hacía cambiar los paradigmas mentales que habían regido su conducta de vida por mucho tiempo. Jesús entonces era de impacto para esas personas. Sus relaciones no quedaban en un vaivén de distracciones o de momentos. Sus palabras, lo que Él compartía, su misma presencia, influenciaba positivamente en aquellos de los que se había rodeado. Cuando la gente se despedía de Él no se sentía usada, vacía o que había perdido su tiempo. Era tal la inspiración que recibían, que le hablaban a otros de su experiencia.
¿Cuántos amigos tenemos que nos hacen hablar así de ellos? ¿Podemos ser considerados nosotros esa clase de amigos, o somos esos amigos de pasar el rato, de usar o prestar el carro para las salidas…? Desde el mismo momento en que cada persona se preocupe y se ocupe en el principio del dar como base de sus relaciones, la socialización humana entrará en un ciclo imparable de amor. La tarea consiste en preguntarnos ¿qué tengo para dar? Y ¿Quién lo está necesitando en este momento? Y que ése sea nuestro amigo, y aquella, nuestra motivación para iniciar una relación con él.
Ahora bien, no se trata de entrar en un círculo vicioso de relaciones abusivas, en las que uno es el huésped y el otro es el “parásito”, que le roba los nutrientes y las fuerzas, dejándolo sin nada. En este tipo de relaciones, uno termina saciado y el otro agotado, sin nada para sí, sin nada que dar. Notemos que en las relaciones de Jesús, había un equilibrio. Cuidémonos de estas relaciones enfermizas que comprometen nuestra salud, nuestra integridad y nuestra dignidad.
¿Sabes cómo identificar si te encuentras en una relación así? En el próximo artículo conoceremos tips para esto.
Nosotros estamos acostumbrados a buscar comida en las otras personas. Que nos quiten el hambre (cualquiera que sea) y que nos guste el sabor. Y si en algún momento se acaba esa comida, pues el motivo o la razón de estar allí ya no está, así que procedemos a buscar otro “plato”.
Nuestros amigos se convierten entonces en platos desechables.
Cuando éramos niños, nuestros amigos eran nuestros compañeros de juego o de gustos. Quizás nuestros compañeros de mesa en el colegio, o simplemente aquellos cuyo semblante nos agradaba a la vista según nuestros intereses y nuestra perspectiva infantil.
Con el paso de los años, debido a ciertas experiencias dolorosas, fuimos aprendiendo que escoger amigos es una tarea más responsable, para no sufrir daños o perjuicios posteriores. Aprendimos a no confiar así de fácil. Esto sucede porque aprendimos, casi que instintivamente, que el relacionarnos con los otros se basaba en el recibir. Y cuando lo que recibíamos no era coherente con lo que dábamos o simplemente era muy dañino, como traiciones, mentiras, abusos, críticas o maltrato, entendíamos que no todos eran dignos de fiar. Que nuestro corazón era un bien muy preciado y delicado y debíamos protegerlo. Es en este período de la existencia cuando algunos cierran por completo su alma y sus emociones y no dejan pasar a nadie. Otros sencillamente son más perspicaces y astutos a la hora de escoger compañía.
Entonces, escogemos nuestros amigos, incluso escogemos pareja, pensando en las cualidades de esa persona, en aquello que nos gusta de ella, en lo que tiene de especial o diferente. Lo hacemos porque nos cae bien, tiene algo particular que otros no tienen y que complementa nuestra personalidad. Y cuando la relación va creciendo, lo que en un principio era gusto, se va convirtiendo en afecto y luego, poco a poco, en amor. Lastimosamente, puede ocurrir que luego de transcurrido un tiempo, los amigos y las parejas se distancian, se separan, aquello que los unía en un principio ya no es tan fuerte y las relaciones se “cortan”. Entonces, comenzamos nuestra nueva búsqueda de compañeros de vida, compañeros de metas, de goce o simplemente de rato. Y la historia vuelve a comenzar.
Pero esto puede ser diferente. Dios me ha enseñado que Él no comienza sus relaciones así. Cuando Dios comienza una relación, no lo hace buscando alguien que pueda ofrecerle algo, lo hace buscando alguien para darle algo. Sus relaciones inician, se mantienen y perduran en el dar, en el ofrecer. Y es en el darse y ofrecerse a sí mismo. Sí es cierto que hay quienes causan impacto en el corazón de Dios; pero no por esto Él se acerca más o menos a una persona. Dios no busca comida en las personas como si estas fueran platos, para después de saciarse botar el plato inservible. Dios busca a las personas, cuando se quiere relacionar con ellas, lleno Él de comida, ofreciéndoles todo lo que Él tiene para dar.
Desde que comencé a poner en práctica este principio en mi vida, he entendido que mis relaciones no perdurarán por la constancia “anímica” de mis amigos o de mi pareja; tampoco dependerán de su “fidelidad” o de su “sinceridad”. Dependerán de cuánto estoy dispuesta a dar yo, en términos de apoyo, franqueza, perdón y exhortación, guardando los límites de mi integridad y mi dignidad personal. En otras palabras, dependerán de mi esfuerzo por amarlos a pesar de, sin sobrepasar mi amor personal, sin que amarlos me haga daño. Jesús mostró esta clase de amor. Él no escogió a sus discípulos porque poseyeran algún atributo o pertenencia que le conviniera. Él escogió a sus discípulos pensando en las necesidades que ellos tenían y en aquello que Él podía darles. Jesús se rodeaba de gente inconveniente, publicanos, pecadores, prostitutas.
Pero algo sí era evidente: cuando esta misma gente se encontraba con Jesús, sus vidas eran transformadas, recibían algo que nadie antes les había ofrecido, algo tan poderoso que los hacía cambiar los paradigmas mentales que habían regido su conducta de vida por mucho tiempo. Jesús entonces era de impacto para esas personas. Sus relaciones no quedaban en un vaivén de distracciones o de momentos. Sus palabras, lo que Él compartía, su misma presencia, influenciaba positivamente en aquellos de los que se había rodeado. Cuando la gente se despedía de Él no se sentía usada, vacía o que había perdido su tiempo. Era tal la inspiración que recibían, que le hablaban a otros de su experiencia.
¿Cuántos amigos tenemos que nos hacen hablar así de ellos? ¿Podemos ser considerados nosotros esa clase de amigos, o somos esos amigos de pasar el rato, de usar o prestar el carro para las salidas…? Desde el mismo momento en que cada persona se preocupe y se ocupe en el principio del dar como base de sus relaciones, la socialización humana entrará en un ciclo imparable de amor. La tarea consiste en preguntarnos ¿qué tengo para dar? Y ¿Quién lo está necesitando en este momento? Y que ése sea nuestro amigo, y aquella, nuestra motivación para iniciar una relación con él.
Ahora bien, no se trata de entrar en un círculo vicioso de relaciones abusivas, en las que uno es el huésped y el otro es el “parásito”, que le roba los nutrientes y las fuerzas, dejándolo sin nada. En este tipo de relaciones, uno termina saciado y el otro agotado, sin nada para sí, sin nada que dar. Notemos que en las relaciones de Jesús, había un equilibrio. Cuidémonos de estas relaciones enfermizas que comprometen nuestra salud, nuestra integridad y nuestra dignidad.
¿Sabes cómo identificar si te encuentras en una relación así? En el próximo artículo conoceremos tips para esto.